Bowie, camaleón intergaláctico

Bowie, camaleón intergaláctico

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Difícilmente nos podemos imaginar al futurista Ziggy Stardust invadiendo la Tierra con un ejército de arañas marcianas. O a un lord británico vistiendo un impecable traje blanco de escapista pop; o un experimentado junkie mesiánico a la sombra de la cortina de hierro con las pericias técnicas de las frippertronics y el minimalismo ambiental; o a un elegante cockney invocando un beat bailable, potabilizado hasta el extremo el pop-art; o a un glamrocker alimentado con guitarras densas y dueño de una performance escénica mucho más cercana a Richard Strauss que a Elvis Presley. Quizás, un actor tremendamente dotado podría interpretar a un par de estos personajes. Pero que todos quepan en un mismo y lunático ser, en la piel de un sexagenario camaleón, y que todos salgan a flote es simplemente imposible. O eso creía. Y de ahí viene la pregunta fatal: ¿cómo lo hizo?

El nombre de ese genio artista es David Robert Jones. Que para evitar cualquier confusión, adoptó el filoso alias de David Bowie, aludiendo a la célebre navaja: the bowie knife, que fuera fiel compañera de forajidos y de los chicos salvajes de Burroughs. Es además, su primer y más duradero ego alternativo, de entre una plétora nietzschiana de “súper-yos” que adoptaría durante su carrera, en lo que es una suerte de escape a su latente esquizofrenia hereditaria. Jones nació un 8 de enero de 1947, hace 69 años. Bowie lo hizo unos 18 años más tarde. Ziggy hace 22. El Duque Blanco unos 8 después que el anterior…

Lo prolífico de la carrera de Bowie, su megalomanía, su capacidad inventiva de autoevocarse en distintas encarnaciones (superada, acaso, sólo por la mercurial Madonna, pero seguramente superior a la del viejo Dylan), su vida artística –perpetuamente “haciendo el amor con sus egos”– y su energía demencial llena de contradicciones y anacronismos hacen que, tomando en cuenta sus disturbios emocionales y autodestructividad creativa, desafíe cualquier explicación psicoanalítica, filosófica o incluso musicológica. Bowie puede ser entendido en sus propios términos. Entonces, acercarnos a este personaje (o a estos personajes) no es más que tratar de escribir una descabellada teoría.

La visión de adelantado de David Robert Jones no pertenecía a este mundo. Con el ojo izquierdo semi-ciego y su pupila permanentemente dilatada a causa de un accidente de infancia (o tal vez por algún designio superior, como ese guiño a Oscar Wilde que aparece en Velvet Goldmine), David observó a través de una puerta eternamente abierta, por medio de la que accede a un continuo y perpetuo movimiento, en el que no existe distinción entre pasado y futuro, dentro del cual tiene sentido un Ziggy Stardust en plena Revolución Industrial, pero resulta anacrónico un Duque Blanco en el Studio 54.

Hombre representante de la iconoclasia máxima, dueño de un dominio musical sin parangón y de cierta ingenuidad ante la vida, curtido por una existencia extremófila y concupiscente, se transformó mucho más en un artista integral, en un animador y en actor de tablas -cuasi circense en su sofisticación al Teatro Bolshói- que en un simple saxofonista –deseo que abrigó inicialmente, tras empaparse en la contracultura beatnik y el jazz por culpa de su esquizoide y malogrado medio hermano- o un llano imitador de Elvis y Bing Crosby (papel con el que vadeó sus primeros meandros artísticos, alternando en pubs y tabernas, antes de parir al forajido Bowie).

Así, nuestro camaleón no parece pertenecer a tiempo alguno. Su última faceta de padre devoto, capaz de quedarse tardes enteras viendo episodios de Bob Esponja junto a su hija, no contradice al hombre mayor que tuvo que dejar de tocar hace doce años atrás a causa de una arteria ocluida. Pero tampoco extrañaba verlo en los conciertos de las nuevas bandas neoyorquinas (donde residió el último tiempo), apoyando fervientemente a sus favoritos: The Arcade Fire y TV On The Radio; o asomándose como un intrigante Nikola Tesla en la excelente The Prestige (2006) de Christopher Nolan; o sacando nuevo material tan luminoso y creativo, como lo fueron sus últimas apuestas The Next Day (2013) y Blackstar (2016), donde aparecía mucho más vital que el engendro apenas salido de su tumba retratado en la portada de su disparejo David Live (1974).

A pesar de todo, la intemporalidad vanguardista de Bowie le costó, en muchos casos, el tener que alternar fracasos de crítica y público con ovaciones cerradas de ambos frentes. Quizás a causa de su condición de viajero del tiempo, mucho de lo que ha hecho ha sido considerado como la labor de un pionero, un revisionista poco lúcido o un lunático descompuesto por las drogas.

Tampoco parece demasiado descabellado afirmar que David pudo provenir de algún otro planeta, y así resolver todas nuestras dudas. Su relación con el espacio exterior comenzó a hacerse explícita con ‘Space Oddity’, la canción influenciada por la odisea espacial de Kubrick y la literatura verniana, y que se utilizó como tema oficial durante la transmisión que hiciera la BBC del primer alunizaje. Luego siguió el personaje de Ziggy Stardust y su capacidad operística necesaria para preguntarse si la trivialidad urbana puede ser mejor que la vida en Marte (pregunta retórica que resuena en ‘Life On Mars?’). Tampoco parece coincidente que su primer gran rol cinematográfico haya sido encarnando a un alienígena enfrentado a la vida terrícola en The Man Who Fell To Earth (1976) o su capacidad para desarrollar, desde teorías sobre la demencia espacial, atmósferas de apabullante extrañamiento interno, que nada tienen que envidiar a Isaac Asimov en su grandeza sci-fi. Al parecer, nada ayuda a dispensar las dudas. A lo mejor, sí llegó de alguna otra galaxia…

David fue un innovador en todo sentido. Impuso un interés casi conceptual, y no superfluo, en el uso y composición de elaborados montajes escénicos, en el manejo de la apariencia e indumentaria como un gimmick. Claro que éste explotó con deliberación su flirteo con una ambigüedad que hacía parecer a Zappa y sus Mothers Of Invention (también enfundados en vestidos femeninos) como travestís en fiesta de Halloween. Que haya lucido una especie de mullet intergaláctico (al menos 10 años antes que MacGyver convirtiera ese peinado en un clásico de los 80) y que se lo haya pintado de rojo (casi un lustro antes que el punk convirtiese tal moción en algo de moda y reaccionario a la vez), o que se maquillara como un “nuevo romántico” inglés en la cresta del new wave. Todo, todo habla de un genuino visionario.

Y qué decir de las virtudes musicales de Bowie. Incombustibles. Entre su amplio catálogo, resalta el futuro (casi) cyber punk de The Rise And Fall Of Ziggy Stardust & The Spiders From Mars (1972) que a más de 40 años todavía suena como un trabajo “del mañana”. Capaz de relatar la historia del rock antes de que ésta sucediese: pronosticó la muerte de Elvis, el origen del punk y hasta el fenómeno Cobain; captura desde el arquetipo sonoro del primer glam rock, la vida del rockstar por antonomasia: el mesías popular que es engullido por la vorágine de la fama y la encandilante idolatría masiva. Ziggy, venido a la Tierra para liberar al mundo de la banalidad, es consumido y victimado por sus propios excesos, en una aliteración de la narración, de la pasión y del rol de la víctima expiacional del imaginario judeocristiano, que confirma que con sutileza se puede ser más conmovedor que con un gran alboroto.

El viaje que nos propone este disco es sencillamente sobrecogedor. A momentos sombrío, en otras ocasiones abiertamente glorificante. Esta suerte de ópera rock/disco conceptual, es su intento por fundir el pop –con toda su estética: estribillos sencillos y pegajosos más armonías vocales aglutinantes– con el léxico del art rock, consigue dotar de accesibilidad a un trabajo de indiscutible vanguardia. Repleto de referencias a bandas y artistas que van desde The Velvet Underground a Norman Carl Odam (el Stardust original), Ziggy Stardust sobresale como una de las obras maestras definitivas de los setenta.

No le haríamos justicia, sin embargo, al legado musical de Bowie si no mencionamos Hunky Dory, una obra redonda y casi perfecta que, a pesar de ser una gran precursora e incluir el hit ‘Changes’, fue casi desestimada por completo. Otra joya ineludible es Diamond Dogs, un experimento orwelliano por transmutar la novela 1984 al lenguaje intergaláctico. Y así seguimos con Station To Station y la psicótica aparición soul de  su alter ego: The Thin White Duke, con Aladdin Sane y el acento yanki de Ziggy en la cresta de la ola glam y, por supuesto, la incomparable “Trilogía de Berlin”, colaboración genial con Brian Eno y Tony Visconti, que abordó el minimalismo, el krautrock, el ambient y el art-rock, pavimentando la vía al industrial, al post punk y al new wave. Los magníficos Low (el disco que cimentó el sonido y status de todo el rock alternativo de los 90), “Heroes” (donde Fripp rebota en el muro de Berlin en la épica pista homónima de este furioso y oscuro disco) y Lodger (con su exotismo neo-pop) vienen a confirmar que los setenta le pertenecieron a David Bowie, si de reinventar la música hablamos.

Su trabajo no se entiende solamente desde la sonoridad.  Música, imagen y performatividad conforman una unidad completa, un espectáculo de sonido, movimientos y figuras que acerca la obra del inglés a la ópera, al ballet y a las performances más avanzadas. Su entrenamiento de escuela brechtiana se nota cuando se sube al escenario, que domina con envidiable acierto. Quizás, no desde la energía derrochadora de James Brown, la visceralidad de Iggy Pop, la lascividad de Jim Morrison o el descaro de Mick Jagger, pero sí montando una lujuriosa experiencia sensorial (especialmente si hablamos de lo que hizo hasta 1980), los efectos especiales escénicos, la pornografía hilarante de la puesta en escena, la conjunción de una pomposidad visual y la fuerza atronadora de la música hacen que los años de rock conceptual de Bowie sean una perpetua asignatura pendiente para sus fanáticos nacidos posteriormente.

También, David Bowie fue natural y previsiblemente, un buen actor. Autodefinido como “un cruce entre Nijinsky y Woolworths”, ha encarnado a un vampiro posmoderno en The Hunger, le ha puesto rostro y aliento al mejor Andy Warhol cinematográfico en Basquiat, participó en Twin Peaks al mando del genial David Lynch así como también se puso a las ordenes de Martin Scorsese para interpretar a un notable Poncio Pilato en la polémica The Last Temptation Of Christ. Todo eso sin olvidar que en 2006, prestó su voz para su cartoon favorito: Bob Esponja. Siempre resonando entre los futuros actores de reparto “oscarizables”, no se puede esperar menos de quién, a sus cuatro años, llamó a la ambulancia y logró convencer a los paramédicos que el motivo de su llamada era que se estaba muriendo.

Ya en los 90 fue considerado un icono pop alternativo. David Bowie fue mucho más que un Sinatra o un Jacques Brél alienígeno. Él, quizás, anacrónicamente encarnó el devenir musical del siglo pasado. Presagió el último pop con su etapa de alma plástica, apadrinó el grunge con el sonido cuasi-industrialoso de The Tin Machine, fue santificado por el astro minimalista Philip Glass al adaptar a formato sinfónico el álbum Low mientras Bowie narraba a Prokofiev, en pleno descarrilamiento punk. De la imitación krautrocker al disco de raíz funky, del jazz virtuoso de Pat Metheny Group a su primer sonido de garage sofisticado, del fracaso total de su banda The Hype al megaestrellato radial de ‘Let’s Dance’. De la angustia electro-rock en Heathen a comienzo de siglo XXI al desafiante y actual Blackstar. Bowie transitó la ruta completa entre el pasado y el futuro, qué duda cabe.

“Diamond Dogs es todavía el futuro”, reza un graffiti que alguna vez vi por las calles de Buenos Aires. Ninguna otra cosa, ni una teoría vidente, explican mejor lo intemporal de la obra de Bowie. Y aunque suele pasar que el glam y el arte de alto perfil visual son más imagen que sustancia, con David no sucedió esto, pues él siempre fue imagen Y sustancia, en su consumación definitiva. Quizás, junto con un puñado escasísimo de otros iluminados, solamente David Bowie comprende a cabalidad lo que es ser un músico como percepción artística. Y así como es imposible explicar la dialéctica cambiante de este vaivén de personajes, egos, géneros y estilos, nos refresca la anglófila certeza que el Duque Blanco hizo todo lo que quiso por su incondicional amor al arte y, sobre todo, a su visión profética del rocanrol. Como dijo alguna vez el maestro Leonard Bernstein: “la música puede dar nombre a lo innombrable y comunicar lo desconocido”. ¿Hay alguna duda que ese fue el gran legado de Bowie?

A la memoria del hombre de las estrellas.

Por César Tudela B. 

 

César Tudela

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